Pedro, Merche y el cocho
Por EQUIPO KARTARA
«Espera, Pedro, espera», dice Merche con paciencia, mientras el embutido sale de la choricera de la Casa de La Conrada, en Azuelo. No quiere que sus chorizos queden llenos de aire ni que se rompa el intestino que envuelve el picadillo de cerdo. Hace frío, y la ropa se impregna de un aroma denso a grasa de la buena, porque en Azuelo es un día especial. El invierno anuncia la temporada de la matanza, una celebración popular que se ha transformado en un ritual íntimo, en un baile de dos. Cuatro manos y veinte dedos, los de Pedro San Emeterio Acedo y Merche Crespo Almajano, son los últimos guardianes de la tradición del cocho, el antiguo rito que definió la vida en la Navarra rural.

Merche es la sargento de la cocina. Antes comandaba a una decena de mujeres en la elaboración de chorizos y morcillas en El Granero, pero este año solo lidera a Pedro, su esposo, que se distrae contando cómo, hace décadas, intentaba llevarse el rabo del cocho y escapar del cura del pueblo. «Vale, Pedro, ya vale», le dice Merche, que vela por la calidad de sus chorizos. «No hay misterio —cuenta ella—, solo hay que tener cuidado para que el chorizo salga pretito». Pedro se encarga de llenar la choricera y girar la manigueta, y ella marca los pasos del vals, que antes duraba al menos cuatro días.
En el año 2020, ya sin sacrificio, celebraron la última Fiesta de la Matanza en El Granero, local que ahora es propiedad del Ayuntamiento. Originalmente, los preparativos de esta celebración comenzaban en verano, cuando los cochos empezaban a engordar. Cada familia criaba al suyo en una pocilga, y lo hacían por necesidad. El cerdo era más que un alimento, equivalía a la seguridad de tener un sustento para todo el año. En muchas casas, la carne del animal sacrificado representaba la única fuente de proteínas posible. «Azuelo era un pueblo humilde —recuerda Pedro—, no había carreteras y todo era barro». Sin embargo, esta humildad se vestía de tradición cada febrero, cuando el pueblo se reunía para celebrar su supervivencia. La ceremonia comenzaba con la mano del matarife y un golpe certero en la yugular.
«Del cerdo se aprovechaba todo», recalca Pedro. Los jamones se reservaban para la curación, el picadillo se convertía en los chorizos y la sangre se transformaba en morcilla. Las mujeres recogían la sangre en un barriañón y la removían incontables veces, mezcládola con migajas de pan para evitar que se coagulara y poder hacer las morcillas. Momentos después, el suelo ardía con helechos y paja, creando un fuego sobre el que se chamuscaba la piel del cerdo. La raspaban y la dejaban impoluta. Al atardecer, llevaban el cerdo al interior de la casa antes de que, al día siguiente, el matarife comenzara a despiezarlo. La primera jornada terminaba con una comida familiar en la que todavía no había cerdo en el plato, porque había que esperar a que el veterinario aprobase el consumo del cocho.

«Éramos muy impacientes y a veces probábamos las tetillas sin remordimientos», confiesa Pedro entre risas. A su lado, Merche, su compañera desde hace más de cincuenta años, le observa con ternura y le corrige con suavidad: «Dale otra vueltilla más». Sus manos, curtidas por los años, sostienen con la misma firmeza con la que han sostenido una vida entera juntos. El padre de ella era guardia forestal en Azuelo, y la madre de Pedro, aunque fue a servir de auxiliar a Logroño, era originaria de Azuelo. Por ello, ambos septuagenarios recuerdan el sudor que bajaba por sus cuerpos en pleno invierno durante aquellas horas en las que esperaban al veterinario. «La espera era horrible», confesó Merche.
A principios del siglo XX, el pueblo de Azuelo llegó a los 300 habitantes censados. Hoy quedan 33 empadronados y de esos, solo unos 13 viven en el pueblo. La Fiesta de la Matanza dejó de celebrarse por falta de relevo generacional. «La disfrutamos, pero uno se va haciendo mayor —menciona Merche—. El cerdo y la mesa, sin embargo, siguen siendo el centro de la comunidad: «Nosotros seguimos juntándonos aquí para comer, no tanta gente como antes, pero lo seguimos haciendo«».
Según Pedro, los hijos de las familias del pueblo emigraron al País Vasco a finales de los sesenta y principio de los setenta. «El País Vasco estaba cerca y había mucho trabajo. Llegaron los tractores y la mecanicidad al campo y comenzaron a hacer el trabajo para el que antes se requerían veinte o treinta personas», explica Pedro. La identidad de Azuelo, sin embargo, sigue viva y se manifiesta cada vez que Pedro da vuelta a la manigueta de la choricera mientras cuenta una anécdota. «La Asociación Santa Engracia tiene al menos 200 socios. Hay personas de Azuelo hasta en Argentina, Canadá, Italia y Perú», afirma Pedro con el orgullo de quien sabe que la distancia no siempre es olvido.
A veces, los nietos de Pedro y Merche corren por la vieja lavandería del pueblo y se esconden a propósito entre las callejuelas para no regresar a San Sebastián. Esta imagen alimenta el espíritu identitario que el matrimonio lucha por proteger. Con sus manos de artesanos no solo labran el cerdo, también las más nobles memorias de la vida rural en Azuelo.